Todo cambió de un momento a otro, las
miradas ya no son las mismas cuando entre las cortinas se atisban los ojos inciertos,
de quienes desde el otro lado de la ventana observan las calles desiertas. Ya
nada tiene sentido, ni la tele de no sé cuántas pulgadas; ni el vestido nuevo; ni
las joyas; ni el auto; ni la casa de tres pisos; ni el cuerpo perfecto; ni la
sabiduría de mil libros; ni las uñas de gel; ni la mejor voz; ni los tacones dorados;
ni la mejor actuación ensayada en la bañera porque nadie la verá. Cerrados los
cines, los teatros, los centros comerciales, los parques, los restaurantes, los
gimnasios, los centros de trabajo y las oficinas. Todo cambió para el ego; el
ego que quiere mostrarse, lucirse, verse en los aparadores, mostrar el labial
nuevo, o saludar al amigo que es primo del CEO de una gran empresa que nadie
conoce pero aseguran es dueña de todo, hasta del aire. En el encierro todo se
reduce a nada; entre las paredes de los que presumimos es nuestra casa somos
solo nosotros nada más. No hay quien nos valide, nos acredite, nos diga: eres
esto o aquello. Apenas si nos damos cuenta que somos humanos, que sentimos, que
respiramos, que todo aquello a lo que nos aferramos día tras día ha desaparecido:
que ya no es. Dejar de ser ahora es una tarea cotidiana. El vernos al espejo y
darnos cuenta que ya no somos lo que la tía, la mamá, el papá nos decían que
éramos. Porque ya no vale el doctorado ni la vajilla nueva de porcelana; ni los
zapatos nuevos ni el marido millonario con yate en Miami. Ahora solo somos un
pedazo de carne con huesos, embarrados hasta el codo de gel antibacterial para
no infectarnos de un virus que se lleve lo único valioso que llamamos salud, y
que termine de desvanecer nuestra vida. Porque ahora nos damos cuenta, que no
poder salir al parque para ensuciarte con las cadenas del columpio y sentir cosquillas
en la panza ya no es vida. Ahora nos damos cuenta, que no darle un beso a tu
novio (a) no es vida; y no poder abrazar a tus padres no es vida; y salir a
caminar entre la gente y apachurrarte en un concierto y tomar un avión para conocer la playa -que siempre quisiste conocer, pero que
si estás infectado ya no podrás hacer-. De un instante a otro, estamos acorralados,
inmersos en nosotros mismos, haciendo lo que no nos gustó nunca: cocinarte la
mejor comida de tu vida; perderte en una lectura por horas; compartir las
mañanas con tu hijo y darte cuenta que era verdad lo que decía la maestra que a
cierta hora es un diablillo; tolerar a tu pareja día y noche, noche y día y descubrir
que lo amas como antes, como desde el principio; o lo contrario y más triste,
que siempre estuviste equivocado (a) y que ese acercamiento los ha alejado más
que nunca. Al final nadie es perfecto, pero estamos volviendo a nuestra humanidad,
la que hemos perdido y que está despertando un poco; hemos volteado a vernos, a
ver a quienes tenemos cerca y a valorar lo único importante: la sonrisa que
compartes; la amabilidad; tus hijos; tus padres y hermanos. La tarea ahora es distinta: Que si vives con
tu mamá pero no toleras que te llame la atención por dejar tu ropa en el piso:
Resuélvelo. Que si ahora que estás con tus hijos todo el día pero te ponen los
pelos de punta cuando brincan en la cama: Resuélvelo. Que si estabas
acostumbrado a tu vida de soltero, y que la señora de la limpieza te mantenía
todo impecable y en su lugar, pero ahora por la Cuarentena ya no puede venir a
lavarte el baño: Resuélvelo. Todo ha cambiado, la lupa ya no es hacia afuera sino
hacia adentro, porque al final siempre habíamos encontrado una manera de escapar,
de huir de nosotros mismos.
Leslie A. Hassey
22/Marzo/2020